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La Mosca en la Ventana

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Algunas gotas todavía goteaban del techo, pero el día mejoraba. La época de lluvias estaba en su apogeo y había llovido mucho durante la mañana. Levantándose del austero catre, el hombre se envolvió en su túnica. El sol comenzaba a abrirse paso entre los nubarrones. ¡Qué poderoso es! pensó, disfrutando su llegada. Extendiendo su mano hacia la mesa retiró el plato en el cual había almorzado antes de su siesta. Iría a lavarlo al arroyo antes que los discípulos empezaran a llegar para la meditación de la tarde.

Bajó por el sendero con cierta satisfacción. Había dedicado su vida a la sencillez y a meditar. A buscar el profundo sentido de las cosas y pensó que había sido bueno dejar a un lado la vanidad de la vida desde su adolescencia para buscar las cosas más altas del hombre. Siguiendo las enseñanzas de otros llegó a ser lo que hoy era: a los ojos de muchos, un hombre espiritual. Se había propuesto buscar la unión con la Divinidad y le parecía estar bien encaminado. Los constantes ejercicios le permitían ingresar a nuevos niveles de conciencia y de lo que él pensaba que era la energía cósmica. Se sentía bien. Era sacrificado, pero su caminar hacia la Divinidad había sido una buena decisión. Ahora lo escuchaban con atención, casi reverenciándolo, y decían que de él salía una dulce paz cada vez que los tocaba. Muchos gustaban de oír los razonamientos de sus meditaciones. Venían hasta su casa y le pedían: –Hombre Santo, ¡enséñanos!Enséñanos a vivir la vida. Háblanos de las cosas del alma y ayúdanos a llegar a unirnos con el Ser Supremo.

Regresando del arroyo, cerró la puerta. Algunos de sus discípulos ya habían llegado y estaban sentados en silencio sobre la alfombra. Efectuó la reverencia de rigor hacia sus invitados y luego de acomodar quietamente el plato en el estante tomó su lugar al frente del grupo.

Mientras esperaba en silencio que llegaran los demás, meditaba como sus ejercicios le habían permitido llegar a tocar esas esferas espirituales insospechadas por el hombre común. Y de los muchos años de sacrificios que son necesarios para apenas acercarse un poco a los estratos superiores de la conciencia. Estaba enteramente convencido que sólo un duro y permanente esfuerzo físico e intelectual le permitía a uno ser cada día mejor, y con ello llegar a ser uno con el Espíritu Creador. Se sentía privilegiado de haber podido obtener más que cualquier otro simple humano. Su mente vagaba entre estos pensamientos cuando se completó el grupo de los discípulos y se dispusieron a iniciar los ejercicios. Se hizo un total silencio en el lugar.

Entonces oyó los golpecitos; los conocía. Eran las moscas que zumbaban y se daban golpes contra la única ventana del ambiente. El viento había alejado a las nubes y el sol resplandecía fuertemente. Dos moscas dentro del ambiente, libres del húmedo aire de la lluvia y acercadas por la claridad, estaban volando frente a la ventana. Atraídas por la luz, no hacían más que golpearse una y otra vez contra el vidrio, produciendo esos ruiditos. Interrumpiendo el ejercicio, miró sin emoción especial la puja de las moscas contra el vidrio, pero como hablándoles, pensó: ¿Por qué no van a revolotear a otro lado?

Se asombró que los repetidos golpecitos de los insectos lo molestaran; no era la primera vez que sucedía, pero nunca se había detenido a pensar en ello. Cerró otra vez los ojos y acomodó sus manos sobre las rodillas para reiniciar el ejercicio. Mas, con el constante zumbar de las dos moscas su mente se negó a obedecer.

Parece que no será un buen día, suspiró. Lo mejor que puedo hacer es abrir la ventana y espantar a estas moscas molestas para que salgan. Dejando su posición de meditación, se acomodó el manto sobre los hombros y se puso de pie, moviéndose suavemente para no perturbar a los demás. Abrió un poco la ventana y mientras con la mirada seguía el revolteo de las moscas que se sacudían intermitentemente contra el vidrio, empezó a mover la mano intentando empujarlas hacia afuera. Mas las moscas esquivaban sus esfuerzos y no iban hacia la hoja abierta. Escapaban de su mano para abatirse nuevamente contra esa luz que los atraía prometiéndoles la libertad. El místico consideró que si insistía en querer empujar con su mano a las moscas terminaría aplastándolas contra el vidrio, así que decidió dejarlas en su tozudez, y que salieran cuando pudiesen hallar la parte abierta. Alejándose de la ventana volvía a su lugar cuando uno de sus discípulos habló.

–Maestro, ¿por qué se golpean esas moscas a sí mismas?

El tiempo que era para dedicar a los ejercicios normalmente no lo utilizaban para las enseñanzas, y por ello casi no responde, pero, considerando que no sería más que una observación aislada, cedió.

–Porque son atraídas por la luz y el calor que sienten y quieren estar más cerca de eso.

–¿Quieren salir?

–No. Para querer salir, deberían tener conocimiento de que están adentro, pero las moscas no saben que están adentro. Ellas simplemente vuelan. Aunque están adentro, no lo saben. La luz las atrae y van hacia ello, pero ni siquiera comprenden que el vidrio les impide avanzar y se golpean vez tras vez contra él.

El maestro pensó que ésta no era justamente una conversación espiritual y esperaba que ese discípulo suyo no siguiera preguntando pavadas. ¿Estaba él allí para responder cuales eran las razones de las moscas para golpearse contra la ventana o para enseñar al grupo cómo unirse a lo eterno? Se alegró que a su última respuesta siguiera un silencio. Sólo las moscas seguían allí sacudiéndose una y otra vez, haciendo sus ruiditos. Entonces se levantó también el discípulo que había hablado, y revoleó suavemente su manto para que los insectos saliesen por la abertura, pero también a él éstos lo esquivaban, así que los dos hombres cesaron en su intento. Que las moscas hicieran lo que quisieran. La ventana estaba abierta. Si querían salir, que salieran, y si querían seguir dándose las cabezas contra el transparente vidrio, que se siguieran golpeando. Regresando a la alfombra, ambos retomaron sus posiciones de meditación. Pero aunque se esforzaba, por causa de aquellos golpecitos el místico no lograba dejar atrás el más elemental nivel de conciencia. Se estaba irritando ya contra esas moscas tozudas.

–Maestro,...

Era otra vez el mismo discípulo, que había estado reflexionando.

–¿Las moscas se golpean a sí mismas porque buscan la luz?

¿Otra vez?pensó el maestro, comprendiendo por qué algunos pierden la paciencia. Había aquí un buen motivo para responder con una grosería. Pero respiró hondo, y solamente dijo:

–Sí.

–¿Cómo nosotros, ellas buscan llegar a aquello que las atrae?

–Sí.

–Pero, maestro, ¿el calor y la luz que están sintiendo son reales?

–Claro, hermano mío,... sí.

Suspiró de nuevo.No, no es un buen día... Pero las preguntas cesaron. Envolviéndose en su manto, retomó con firmeza su tiempo de meditación, desatendiendo ya toda distracción.

Horas más tarde volvió en sí. Estos tiempos eran de gran valor para él. Su alma se deleitaba en estos tiempos de retrospección. Estaba convencido que se acercaba cada vez más a la Divinidad celestial, al Ser Supremo creador de todas las cosas. Su meta era fluir como una sola cosa con ese Ser Supremo, y estaba decidido a lograrlo a través de cualquier sacrificio y esfuerzo. Lentamente retomaba su cuerpo las funciones normales, cuando recordó a las moscas. Curioso de saber cual hubiera ido el desenlace de la situación que lo había perturbado anteriormente, miró hacia la ventana. Aquél discípulo que le había preguntado acerca de las moscas estaba parado allí, mirando el vidrio. Percibiendo el movimiento del maestro, se volvió hacia él y dijo:

–Una encontró la salida y ya no está aquí, pero la otra está muerta.

El místico se levantó. La vio. Ya no se movía. Caída sobre el marco, estaba sin vida. No había hallado la abertura. No había aceptado el camino ofrecido. Sintió el calor y vio la luz, pero escapó de la mano que la empujaba hacia la verdadera libertad. La misericordia del hombre había sido en vano. La mosca, convencida de que estaba en el lugar correcto, no había querido ir a donde la mano salvadora la empujaba y había muerto creyendo que estaba en el mejor lugar porque sus patas y su ojo sentían algo tan glorioso. Quizá creyó estar caminando sobre el mismo sol, aunque en realidad jamás percibió que ni siquiera había salido de la habitación. Amó la luz que disfrutó, pero no pudo unirse a ella.

–Maestro, ¿cree usted que las moscas están convencidas de que se hallan en el gran espacio, en la gran amplitud del universo?

El sufí consideró la meditación de su discípulo. Se alegró de no haberse impacientado antes con él.

–No lo sé. No creo que las moscas piensen; pero cuando caminan sobre el cristal, seguramente perciben que se hallan sobre algo que las atrae muy intensamente. Entonces quieren ir más y más hacia ello y por eso las vemos golpearse una y otra vez contra el vidrio. Procuran unirse más a eso que las atrae mucho.

–Maestro, esas moscas son como uno de nosotros. Nos podemos comparar, pues a pesar de las durezas de los golpes ellas insisten en lo que las atrae al igual que nosotros, y se enamoran con intensidad del calor y de la luz que conocieron; es parecido al esfuerzo que nosotros aplicamos en nuestros ejercicios y con los cuales buscamos el encuentro con el máximo Bien.

–Sí, hermano mío, parece que ciertamente vivimos experiencias similares.

Ambos quedaron unos momentos pensativos, mirando a la mosca muerta. Entendían que les era necesario tener paciencia en ésta búsqueda por ser unidos al Gran Ser Divino, y que debían insistir. Intercambiaron algunas palabras más, tras lo cual, combinando ir a la mañana siguiente al pueblo para traer algunas provisiones, se despidieron. El maestro se alegró que la meditación, aunque breve, había sido interesante. Con sus pequeños golpecitos, las pequeñas y molestas moscas les habían enseñado ese día que toda la creación tiene adentro de sí el llamado a salir de lo oscuro en busca de la luz. Sin embargo, el ejercicio de esa tarde había sido intenso y su cuerpo también ya empezaba a reclamar su descanso.

El discípulo se acurrucó en su camastro cubriéndose con la manta y se durmió apaciblemente. Pero no era su noche. De pronto se halló nuevamente despierto, totalmente desvelado. Abrió los ojos pensando que lo había despertado el cantar del gallo; pero no, la luz de la luna todavía iluminaba el interior de su habitación, para la madrugada faltaba. Todavía era de noche. Se asombró de estar tan despierto. Cuando se acostó había estado bastante cansado y aún ahora su cuerpo no aceptaba moverse. ¿Qué lo habría despertado? Permaneció largo rato solamente mirando cómo el resplandor de la luna cambiaba lentamente de posición en el ambiente, hasta que, pensando que ya se le habría pasado el desvelo, intentó dormirse. Pero no. Mantenía los ojos cerrados y ni se movía, pero no lograba dormirse. Estaba totalmente despierto. Y se dio cuenta que todo el tiempo en que había estado tratando de dormirse, su mente regresaba al incidente de las moscas. Así que dejó de preocuparse del sueño que no le venía, y se quedó pensando en lo que había visto. ¡Cómo se esforzaron aquellas en ir hacia la luz! ¡Qué ejemplo! Las últimas palabras que habían conversado con el maestro volvían a su memoria. De verdad, qué esfuerzo por tratar de unirse a esa claridad que las atraía. Y qué pena que una hubiese muerto agotada por no utilizar la salida que se le había ofrecido.

Súbitamente, sin que él supiese cómo ni por qué, un pensamiento llegó a su conciencia. Y se asentó en su mente comenzando a repetirse. Primero no le dio importancia, y trató de evadirlo pensando en otras cosas, pero ese pensamiento se había clavado en su mente. Empezó a sentirse muy inquieto, y el corazón comenzó a latirle fuertemente. No entendía por qué ese desasosiego, pero hasta empezó a jadear y tuvo que sentarse en el camastro para poder respirar bien. No entendía lo que le pasaba ni por qué esa frase no dejaba de repetirse una y otra vez en su cabeza:

¿Quién te abrirá la ventana a ti?

–¿Quién te abrirá la ventana a ti?

–En tu deseo de llegar al Eterno, ¿quién te abrirá la ventana a ti?

Intentó sacudir ese pensamiento de su mente, pero éste se negaba a salir. Se dio cuenta que un temor lo había acorralado y todo surgía de esa pregunta que parecía no querer despegarse de su cerebro. Estaba totalmente perturbado. Pensó en ir a ver al sufí, pero la luz de la luna lo disuadió. No era hora aún para molestar. Además, en unas horas irían juntos hasta el pueblo; en el camino le hablaría acerca de esto. Por el momento, sólo atinó a levantarse para calmarse. Caminando un poco de un lado a otro en su humilde habitación se le pasaba un poco la ansiedad.

Esperó el amanecer con la esperanza de que la luz del día le permitiese desviar sus pensamientos en otra dirección, y algo mejoró la cosa cuando empezó a hacerse de día. A la hora en que debía encontrarse con el maestro, ya estaba listo. Salió apurado, necesitado de hablar.

Maestro, como me alegro de que hayamos acordado ir juntos hoy hasta el pueblo. Por favor escuche lo que me ocurrió. Estoy sumido en una tremenda inquietud que me tiene muy alterado. Anoche me desperté siendo aún muy oscuro y no me podía volver a dormir. Empecé a recordar la situación que habíamos visto ayer con las moscas contra la ventana...

Oh no,... suspiró el sufí, ¿otra vez?..., pero no dijo nada.

Cuando el discípulo terminó de relatar lo sucedido, concluyó:

–Maestro, nosotros buscamos la santidad para por medio de ella poder llegar a ser hechos una sola cosa con la Divinidad. Creo que buscamos lo que todo hombre en realidad debería buscar. Que por la ausencia del mal podamos ser fusionados con el Bien Eterno que rige todas las cosas. Y tenemos experiencias que repercuten desde nuestros espíritus hasta nuestras almas y aún nuestros cuerpos, experiencias que comparé a la que vivieron las moscas. ¿Vio que casi siempre las moscas revolotean en la oscuridad del centro de la habitación? Lo comparé a los hombres que no buscan cosas más altas. Lo comparé a los hombres que pasan su vida en la oscuridad, alejados de la claridad espiritual, siempre solamente dando vueltas alrededor de las migajas que hay sobre la mesa. Pero maestro, usted y otros como yo, somos de aquellas moscas que de pronto son fascinados por la luz que el espíritu percibe, y nos alejamos del constante revolotear sobre las migajas de las cosas mundanales, y en esta vida ascética golpeamos nuestro cuerpo para alcanzar la claridad que nos atrajo.

Pero he aquí lo que me ha perturbado.

Una mosca es miles, quizá millones de veces más grande que los microbios o que las células que existen. A la vez, los hombres somos miles o millones de veces más grandes que una mosca. Lo que quiero decir con esto, es que siempre parece haber algún ser viviente mayor, muchísimo mayor al anterior. Y parece que cada uno de los seres vivientes dentro de la escala tiene conocimiento de un universo que cree el todo, pero que obviamente no es. Así, la mosca que murió no nos creyó cuando deseábamos empujarla hacia un universo mayor que el que ella conocía. Permaneció en lo que conocía. Nuestros movimientos quizá le hicieron entender que otro ser mayor que ella andaba por ahí, pero no llegó a entender que ese ser viviente mayor quería ayudarla dándole lo que verdaderamente quería. Una mano tremendamente más superior que las moscas les había abierto la ventana, pero sólo una lo aceptó. La otra quedó allí.

El discípulo necesitó callar por unos momentos, porque en su turbación los pensamientos se atropellaban. Tenía que expresarse con claridad, pues su alma estaba necesitando una respuesta muy puntual. Su búsqueda mística y el ascetismo que practicaba tenían por propósito que algún día su vida quedara unida a la del Creador del universo. Anhelaba con todo su ser que su vida tuviera esa unión con la Divinidad y había girado su vida hacia esa meta, desechando todo lo mundano y liviano en su búsqueda. Hoy realmente necesitaba una respuesta satisfactoria.

–Maestro, si el calor que las moscas sienten sobre el vidrio y esa atracción hacia la luz son realidades comparables a lo que nosotros tangiblemente vivimos en nuestros espíritus,... es decir,... si lo que nosotros percibimos en nuestro ser es comparable a la vivencia de aquellas moscas frente a la ventana, pero ellas no saben que están adentro, no saben que están encerradas, ni saben que un vidrio las detiene de la luz que anhelan, ¿cómo sabemos nosotros que no estamos encerrados igual que ellas en una gran habitación?

Vivimos en nuestro universo, y con nuestros espíritus vamos hacia la luz divina, convencidos que puesto que sentimos en nuestro ser realmente la luz y su calor y su paz, estamos yendo hacia la unidad con el Ser Supremo. Pero en ningún momento pensamos que lo que estamos considerando es parte de nuestro universo, y que quizá sea necesario entrar en otro universo mayor para lograr la tan anhelada unidad con la Deidad. Pensamos que no hay ningún vidrio entre lo que buscamos y nosotros.

Pero, maestro,¿cómo sabemos que no estamos siendo detenidos por un vidrio más poderoso que nuestras fuerzas? ¿Cómo sabemos que estas experiencias que vivimos tan reales realmente nos harán llegar a la unión con el Espíritu Supremo, a la verdadera libertad?

¿Cómo sabemos que no necesitamos la mano de uno tremendamente más poderoso que nosotros que abra la ventana para que recién entonces podamos, librados de la habitación que nos encierra, fluir verdaderamente hacia nuestra unidad con el Altísimo?

Todos los discípulos agradecían mucho que este maestro fuese honesto. Él no era un buscador de seguidores, sino un verdadero buscador de la verdad. Nunca lo habían oído defender una posición solamente por defender su imagen de hombre sabio, sino que la modestia que predicaba moraba en él. Y también buscaba con todo su ser la santidad y el bien, para con ello poder ser parte de la gran Divinidad del universo.

Normalmente hallaba respuestas a las consultas de sus discípulos, pero al escuchar esto, se detuvo. ¿Estaba este hermano suyo dudando de lo que estaban haciendo?

–No maestro, de ninguna manera. Pero ya le dije, desde anoche no cesa de repetirse en mi cabeza esa frase: “¿Quién te abrirá la ventana a ti?” “¿Quién te abrirá la ventana a ti?”,”En tu deseo de llegar al Eterno, ¿quién te abrirá la ventana a ti?”Y aún ahora mismo, mientras estoy hablando con usted, todavía no me la puedo sacar de la mente. Y me puse a pensar que nadie me había dicho que hay frente a mi una ventana cerrada que no me dejará llegar a donde yo creo que estoy ya tocando.

­­ –Maestro, me veo en la situación de esos insectos. Me creo feliz porque he llegado a posar mi alma bajo los rayos de lo que otros seres humanos en este mundo ni conocen. Me creo bienaventurado porque he preferido la luz antes que la oscuridad y las sombras. Pero, ¿cómo sé que no estoy aún en la misma habitación que todos los demás? Ciertamente el sol espiritual ha llegado a mí, no una sino varias veces, en diversos ejercicios que usted me ha enseñado. ¿Pero he llegado yo al sol? Quizá no esté llegando más allá de cierto límite. Quizá jamás he llegado a salir de la habitación en la cual estoy encerrado. ¡Quizá sigo encerrado a pesar de ver la luz, y moriré en la misma habitación en la que nací, al igual que aquellos que andan en las sombras! He llegado a conocer el calor y la luz del sol, pero desde anoche ya no me atrevo a decir que estoy acercándome al Ser Divino. He llegado a ver el reflejo de la verdad; pero maestro, ¿y si el sol espiritual del cual vemos la luz está en otro universo, y necesitamos que otro ser infinitamente superior a nosotros nos abra la ventana? Maestro, ¿y si existiese ese ser superior que ya hubiese abierto la ventana para nosotros y nosotros no la hallamos, o no hacemos caso de la mano que nos empuja hacia ella? ¡En ese caso maestro, todo esto que hacemos carecería de sentido! ¡Agotaremos nuestras fuerzas buscando hallar la salida y caeremos muertos sin hallarla!

–Maestro, ¿estamos seguros que con solamente nuestros esfuerzos podremos llegar a nuestra meta?

Permítame continuar aún más,... Necesito vaciar mi alma de esto que me inunda. Ayúdeme, que esta frase no se quiere alejar de mí: “¿Quién te abrirá la ventana a ti?”

¿No está el hombre como encerrado en una habitación? El vidrio es una barrera invisible para el ojo de la mosca. ¿No habrá algo como ese vidrio para las moscas, invisible a nuestros ojos, que haga el mismo efecto con nosotros, no dejándonos pasar, pero dejándonos estar convencidos que hemos llegado?

–Maestro, nosotros vimos como las moscas no querían apartarse del vidrio. Querían esa claridad que tenían frente a sus ojos, mas el vidrio no se conmovió ante la sinceridad de la mosca, y aunque ella buscaba realmente la luz... ¡no la dejó cruzar!

–¡Maestro, dígame! ¡Dígame si hay o no tal ventana frente a nosotros! ¡Necesito saberlo!

El sufí quedó pensativo. Caminando lentamente en silencio, el místico buscó en su sabiduría. Quienes lo habían iniciado a él en esta vida de apartamiento y santidad le habían inculcado que quien deseara unirse con la Divinidad debía esforzarse hasta lo sumo. Le habían dicho que solamente haciendo la vida de los místicos, con sus meditaciones y sacrificios físicos se podía desaparecer a uno mismo y acceder al nivel de la Divinidad para fundirse en ella. Y para él esto último era verdad. Pero ninguno de aquellos sus maestros le habló tampoco de ningún tipo de barrera. No, según él lo había aprendido de otros, y de su propia experiencia, hasta este día no había hallado ninguna barrera, sino que sus experiencias crecían en aspectos por los cuales entendía que su vida espiritual crecía. Sin embargo, no podía darle a su discípulo una respuesta cierta. Lo miró y vio que su amigo, casi sin poder soportar el silencio, temblaba por la ansiedad de tener la respuesta. Meneó la cabeza, pero no dijo nada. Esta vez le parecía que no podía enseñar acerca de esto. Todas sus experiencias gritaban en su alma que no había ninguna limitación, que no hiciera caso del discípulo novicio y asustado. Pero su propia razón le declaraba en la cara que jamás había sido confrontado a la posibilidad de estar encerrado. En alguna clase de habitación espiritual millones de veces más grande y poderosa que sus propias experiencias y que, aunque podía alcanzar alturas y libertades espirituales supremas, no le permitiría llegar a su máximo deseo: Llegar algún día a ser uno con el Gran Eterno.

El discípulo, inquieto porque ya había pasado largo rato desde que hiciera su pregunta, y temiendo haber ofendido a su mentor, volvió a hablar:

–¿Maestro, lo he molestado al expresarle mis meditaciones...?

–No hermano, no me has molestado, le contestó, sin levantar la mirada. Sus pies copiaban el sendero que los llevaba al pueblo, pero su mente buscaba y buscaba. Pensó que si decía que nada se interponía entre ellos y el Altísimo, su discípulo se tranquilizaría. Pero en verdad, no lo sabía. En su fuero íntimo estaba seguro que no, que el paso estaba libre, si tan sólo se hacían los ejercicios correctos, pero el incidente de las moscas pasó a ser como una espina en el pie. Pensó que ya no sólo por su discípulo, sino también por sí mismo, para poder seguir en su sendero espiritual tendría que quitar esa espina del medio. Pero, ¿cómo? Nuevamente giró la cabeza hacia su compañero, lo miró, y otra vez meneó la cabeza. No lograba decir nada, y volvió a mirar al suelo.

El sendero era bastante sinuoso y escabroso, pues las cabañitas de los místicos estaban a propósito alejadas del movimiento del pueblo, pero finalmente llegaron. Fueron como de costumbre a adquirir lo que necesitaban, aceptando también de camino las ofrendas que algunos les daban por ser de los hombres santos e iniciaron el regreso. Vieron que unas calles más adelante, por donde ellos habrían de pasar, se había juntado gente. Al ir acercándose escucharon que uno hablaba frente a ese grupo: ¡Hay una sola manera de ser libres!, decía. Los místicos se miraron y como poniéndose de acuerdo sin palabras, se detuvieron a escuchar.

“–No hay nada que el hombre pueda hacer por sí mismo para llegar al Ser Supremo”, dijo el que hablaba. “Ninguna acción nuestra puede ayudarnos a llegar a Dios. Necesitamos a uno que sea más poderoso que los hombres para poder abrir las ventanas de los cielos. Los hombres no podemos abrir las ventanas de los cielos. Pero la buena noticia que les traigo hoy, es que ya existe ese Grande y Poderoso que tiene el poder para guiarnos al Altísimo. Es del mismo Hijo del Dios Altísimo de quien les estoy hablando. Y les doy otra buena noticia más: este Hijo del Dios de los Cielos, ¡ya abrió el camino para nosotros! ¡Él hizo un camino para que nosotros podamos llegar al Padre! El Dios de todos los dioses, nuestro Creador, anhela nuestra compañía a su lado, y por eso envió a su Hijo para abrir el camino entre quienes moramos en este mundo y su alta morada en los cielos, para que todo aquél que quiera tener una relación cercana con el Señor la pueda tener. Para que todo aquél que quiera pueda ser unido al Creador.”

Atrapados por la coincidencia de las palabras del predicador con lo que venían debatiendo, permanecieron, oyendo todo el mensaje. Escucharon la historia de la muerte de Jesús en la cruz para que un camino fuese abierto y de cómo Dios lo había resucitado, y de cómo todo aquél que creyese en la obra del Hijo de Dios era libre de la barrera del pecado y tenía libre acceso a Dios.

Cuando terminó el mensaje, el sufí se inclinó para levantar lo que había apoyado en el piso mientras escuchaba, y se disponía a continuar su camino, cuando el discípulo lo detuvo.

–Maestro, quedémonos un momento más, y hablemos con este hombre. A lo mejor tiene alguna respuesta para la pregunta que resuena en mi mente.

Pero el místico no aceptó. Ni siquiera entendía por qué se había quedado a escuchar a ese predicador, a quien reconoció. Era el misionero cristiano que vez tras vez pasaba por el pueblo con este mensaje. El mensaje de la resurrección le resultaba interesante, e indudablemente original, pero él no podía aceptarlo. ¡Qué fácil habla el misionero de que el hombre tiene acceso a la presencia de Dios sólo por aceptar lo que hizo Jesús! ¡Qué fácil hace él la eliminación de las impurezas del hombre! ¡Con la sangre derramada por uno solo, todos son limpios y pueden acceder a la Divinidad! No,... no coincidían en las formas, contestó el sufí, y excusándose, pidió al discípulo que se quedara solo y le permitiera regresar. Volverían a verse luego, a la tarde. No sin cierto sentir de culpa el discípulo vio como su maestro se alejaba. Pero él no podía. Algo adentro le hacía quedar allí. Miró hacia el misionero y justamente estaba aquél acercándose a él. Se puso tenso, confundido de querer escuchar un poco más de quien eventualmente podría debilitarlo en sus creencias. El misionero, llegando a donde él se hallaba, lo saludó amablemente, iniciando una conversación...

La lluvia definitivamente no había querido caer ese día. La tormenta amenazó y amenazó, pero no llovió. Esa tarde el discípulo no fue a hacer los ejercicios. Necesitaba meditar mucho, y descansar de los nervios pasados ese día. Aunque estaba asombrado como la conversación con el misionero ya lo había calmado bastante. Ciertamente había una barrera entre el hombre y Dios; ciertamente es necesario que una mano miles y millones de veces más grande y poderosa que el hombre le abra el camino al Eterno. Hay una barrera para la mosca, diseñada por una mente mayor a ella, que el ojo de la mosca ni ve ni entiende; y hay una barrera que el ojo del hombre no ve. Una extraña paz lo envolvió cuando dio lugar a aceptar adentro de su ser que el Hijo del Dios es lo suficientemente poderoso para abrir esas puertas y ventanas celestiales tan imposibles para los simples mortales.

La pregunta que lo había perturbado parecía haber hallado su respuesta:

?En tu deseo de llegar al Eterno, ¿quién te abrirá la ventana a ti?

?Jesús, el Hijo del Dios de los Cielos”.

Le resultó interesante que no hubieran discutido con el predicador, considerando los puntos de vista tan distintos de ambos. No, –sonrió–, con éste habían podido hablar sin discutir. Y en rigor, los puntos de vista que los dos sostenían respecto de la realidad de la vida, de la búsqueda del bien, del anhelo por paz, y de la necesidad de acercarse a la Divinidad coincidían en mucho, aunque ciertamente diferían en las formas de lograrlo. Le causaba gracia de cómo el cristiano le había insistido que meditase correctamente (¡a él, que se había pasado la vida meditando!), y de que se convenciera que no había manera de llegar a la Divinidad si no era por medio de ese Jesucristo, el Hijo de Dios. Cuando el cristiano francamente asintió que es necesario hacer ciertas obras para poder acceder al Ser Supremo, su ánimo bajó un poco las defensas, pero en un primer momento no comprendió que aquél insistiera en que ningún hombre podía hacer esas obras. Decía que no importando cuán dedicados fuesen los esfuerzos de los hombres, ninguna de sus acciones daban acceso. Que para llegar a unirse a la Divinidad sólo era válida la obra de un hombre, Jesucristo. Que solamente las obras de Jesucristo eran las válidas para acceder y poder unirse al Altísimo. Que cualquier obra fuera de esa no era aceptada por Dios. Y que la única obra válida para todo hombre que anhelara la unión con su Creador consistía casi totalmente en aceptar lo que Jesucristo había hecho.

Recordaba como, refutando al argumento de la única entrada a Dios por medio del Cristo, él le había dicho que el Ser Supremo es inmensamente bondadoso. Es un Ser Universal, que comprende las maneras de pensar diferentes de cada cultura sobre esta tierra y que por eso ha permitido que los hombres lleguen a Él de diversas formas y por diversos medios. Que los hombres tenemos la necesidad de llegar a Él. El Gran Ser Eterno –dijo– nos creó de modo que si luchamos contra el mal en nosotros podamos avanzar hacia Él hasta el día de nuestra fusión definitiva con el bien. Luego, dando a indicar que su ánimo era amistoso hacia el predicador, agregó: –La intención de todos es buena. Y todos somos sinceros en lo que hacemos. Las metas de los religiosos, tanto de los occidentales como de los orientales, son casi iguales, buscamos llegar al Eterno, pero de diferentes formas. Las experiencias místicas y espirituales de muchos son innegables, por lo cual todos tienen derecho a decir: “—Esta es la verdad”.

Estaba absolutamente convencido de lo que decía, y no dudó que en esto también estaría de acuerdo el cristiano. Mas el predicador lo miró pensativo. Y le preguntó si el místico podía disponer de un poco de tiempo más, para escuchar una corta historia. El maestro del discípulo ya hacía tiempo que se había ido, así que, bueno, respondió que sí. La conversación llamativamente no lo estaba molestando como él pensaba.

“–Los hombres necesitamos entender por qué solamente por medio de Jesucristo existe esa posibilidad de unión con Dios”, empezó el cristiano.

“Como usted bien ha dicho, hemos sido creados con algo adentro que nos llama hacia la luz; en nuestras naturalezas efectivamente existe algo que nos hace preferir el bien y desear la sabiduría y el amor. Y si ponemos en acción ciertas actitudes y dejamos de lado otras, nos alejaremos de lo mundano y nos acercaremos más a los valores del mundo espiritual. Si insistimos en ello, en verdad alcanzaremos nuevas alturas del conocimiento, apartaremos nuestro ser del materialismo y nos acercaremos a los aspectos espirituales. Quienes se nieguen a la vida carnal o materialista y abracen los ejercicios que favorecen la vida espiritual, seguramente alcanzarán un desarrollo de esa área.

El discípulo escuchó atentamente, y se alegró que coincidieran.

Los hombres hemos sido creados por el anhelo por la luz. Todos, como usted bien ha dicho, de diversas maneras tendemos hacia el Altísimo. Por medio de los más diversos cultos todos buscamos acercarnos a Él. Unos más, otros menos, y a pesar de que hay quienes se empeñan en negarlo, la verdad es que todos tenemos en nuestras conciencias el llamado a unirnos con Dios. Nacemos con eso adentro. Y vemos también que negándonos a la vida materialista nuestra conciencia llega a lugares desconocidos para el alma del hombre común. Si ponemos especial empeño sobre ciertas actitudes y dejamos de lado otras, nos alejaremos de las codicias y nos acercaremos a los valores más altos. Hemos sido creados capaces de alcanzar grandes logros con nuestro cuerpo y ganar medallas olímpicas en deportes; o de desentrañar misterios con nuestra mente, como lo han hecho los grandes pensadores e intelectuales y sin duda somos capaces de alcanzar altos niveles de experiencias con nuestros espíritus si nos ejercitamos en ello, como los que usted ha experimentado, le dijo el cristiano al místico, o aún mayores, como aquello vivido por sus maestros. Estas tres posibilidades están al alcance del ser humano y cada hombre escoge alguna para dedicarse a ella con mayor o menor intensidad.

Mas, ¿por qué suponemos que el ejercicio de negar los apetitos del cuerpo para favorecer el desarrollo del alma y del espíritu nos dará entrada al lugar de la morada del Creador?. El hombre vive dentro del universo de las posibilidades de su ser, pero ¿acaso está Dios en ese mismo universo?”

Esas palabras recordaron al discípulo el incidente del día anterior con las moscas. Casi las podía ver dando vueltas y vueltas, hasta que en un momento alejándose de la penumbra en la habitación del maestro llegaron a la ventana, donde comenzaron a golpearse queriendo llegar más allá, a esa luz fuerte que las atraía. Consideró que las que –dejando al grupo de las demás– estaban pegadas a la ventana quizá se sentían mejor que las que sólo revoloteaban sobre los restos de comida de la mesa, como buscando continuamente sólo satisfacer los sentidos elementales, pero recordó que cuando llegó la hora final, la que no escapó cayó muerta sobre el marco de la ventana. Entre la de la ventana y las de adentro, a esa hora no había diferencia. La iluminada y las oscurecidas quedaron todas en la misma habitación. Solamente una escapó por la abertura. Y pensó: Qué inútil vivir esforzándose por la luz, si no se acepta la salida que fue ofrecida. La voz del cristiano lo volvió de nuevo a la conversación.

“–Lo que quisiera poder explicarle es que es posible estar espiritualmente en un ambiente que parece ser la misma atmósfera del Eterno porque el lugar está muy iluminado por una fuerte luz, pero que sin embargo, si no aceptamos lo que Jesús ya abrió, tras nuestra muerte seremos devueltos a las más profundas oscuridades. ¿Tendría valor entonces nuestro esfuerzo? Esforzarse toda una vida por llegar a Dios y morir sin poder hacerlo... ¡Bendito sea nuestro Dios que ha preparado una manera para que eso no suceda!

El místico sonrió internamente de esa expresión del cristiano. Estaba indudablemente emocionado por lo que creía que su Dios había hecho. A la vez reconoció dentro de sí mismo una pequeña envidia: ¡Este hombre parecía hablar de un Dios a quién conocía! Este pensamiento lo sobresaltó; eso era justamente lo que él mismo buscaba; la razón de todos sus esfuerzos: llegar a conocer a Aquél.

“–Para entender mejor nuestra necesidad de Jesucristo, continuó el hombre, debemos ir al principio de todas las cosas, al momento en que todo fue creado.

El mundo y las plantas y los animales, y todas las cosas que existen en él fueron creadas por Dios, el cual, tras haberlo hecho todo, lo coronó agregando al hombre y a la mujer. En esa época el Altísimo andaba y se movía en el mismo ambiente de las cosas que Él había creado. Todo habíasalido de Él, y todo era bueno Todo actuaba y se movía conforme a Él; pues de Su Persona había salido todo. También el hombre andaba conforme a la naturaleza del Altísimo, pues no había nada en él que no hubiese provenido de Dios. El ser humano vivía de la esencia del Dios que lo había creado y se movía libremente delante de la presencia de su Creador. Era una época en la cual la Presencia del Señor lo llenaba todo, y en la cual Su Ser bañaba a todo lo creado. Él estaba en todas las cosas. Todo lo había creado Él de Sí mismo y Él fluía en todas las cosas. El hombre vivía bajo de la luz de Dios y por haber sido creado a imagen de Dios, podía acercarse al Creador en todo momento.

Es lo que yo estoy buscando, pensó el místico.

Después de crear al hombre y a la mujer, Dios les dio por heredad esta tierra que había hecho, y les dijo: “–¡Toda la tierra está delante de ustedes; hagan en ella todo lo que sea necesario!”

Dios empezó la humanidad sobre esta tierra, poniendo delante de ellos el bello propósito que fructificasen y la llenasen. Mas también agregó: ¡Solamente una cosa les pido que no hagan!

Solamente una cosa les pidió que no hicieran, pero esa única cosa que no debían hacer, un día nuestro primer padre la hizo. Y una época maravillosa terminó.

Hasta entonces, la voluntad del hombre había sido hacer solamente lo que su Creador le decía. Todos los genes en Adán funcionaban en consonancia con las leyes del Dador de la vida. Hasta ese día. Mas cuando el hombre se permitió una disonancia con el fluir de Dios, la naturaleza que había recibido de Dios fue invadida por otra naturaleza. Desde el momento de la desobediencia una segunda naturaleza entró a su ser. Una naturaleza que operaba en una dirección distinta de la de su Creador. La pureza de Dios en nuestro primer padre se perdió; algo extraño a ella había entrado. La naturaleza creada por Dios había sido modificada.

Dios le había advertido al hombre; le había dicho que si hacía aquello que no debía, el estado de su naturaleza cambiaría. Aún habiendo sido avisado, nuestro primer ancestro hizo lo contrario a la orden impartida. Y la palabra de Dios se cumplió. La obra original se vio contaminada. En aquella naturaleza que contenía solamente esencia del Eterno de pronto se encontró una cosa nueva. Algo que el Creador no había puesto. Y el hombre se convirtió en un ser distinto, extraño a todo el universo que lo rodeaba, y que fluía con Dios. La criatura que había andado totalmente de acuerdo y en comunión con su Dios, un día tomó un camino diferente de la voluntad de su creador, y quedó excluido del universo de Dios. Desde entonces, Dios y el hombre viven en diferentes universos.La comunión entre Creador y criatura se rompió. Al haber transgredido la manera de vivir de Dios, el hombre se condenó a sí mismo a vivir en otro lugar, pues ya no podía habitar más en la morada del Dios Santísimo.

Lo que entró en nosotros los hombres fue el mal. Y hasta el día de hoy todos y cada uno probamos de diferentes maneras de desembarazarnos de eso, y no lo logramos. Esa es nuestra búsqueda de la luz. Pero el mal, contrario al bien de Dios, se asentó en el hombre para nunca más salir.

–Amigo, finalizaba diciendo el cristiano, nunca más podrán ser unidos los universos de Dios y los del hombre, no importa cuánto se esfuerce.

–Por eso es Jesucristo tan necesario. Porque ante la situación que acabo de describir, Él hizo una obra. Él no unió los dos universos, pues eso es imposible, pero hizo un camino para todos aquellos hombres y mujeres que deseen ver restaurada sus propias relaciones con Dios. Y éste es el camino: Que creamos que Jesús es el Hijo de Dios y que creamos que por su obra somos salvos de nuestra generación irreparable.

Otra vez le digo: No hay nada que podamos hacer para quitar de nosotros ese mal que un día contaminó la naturaleza de Dios en nosotros. Podemos evitar que nos siga contaminando, pero lo que ya está en nosotros no podemos quitarlo. Estamos sin ninguna posibilidad de unificar nuestra naturaleza contaminada con la naturaleza pura del Eterno. Mas si aceptamos que la obra del Hijo de Dios Jesús nos brinda ese camino, entonces, por el simple hecho de creer al Padre Su Palabra, nuestra naturaleza contaminada es apartada, y Dios nos da una nueva naturaleza pura.

–Amigo, gracias por haber escuchado esta historia. Le ruego de nuevo, que medite bien, que medite correctamente, pues aparte de la obra que hizo Jesús no hay obra alguna que le pueda devolver a usted la naturaleza pura que le permita llegar al Reino de Luz. Jesús es como uno que, escuchando los golpecitos en el vidrio de su reino, y viendo el anhelo por huir del mal que muchos tienen, ha abierto la ventana. Todos pueden llegar a Dios, pero es solamente por la ventana que Jesucristo abrió para todos nosotros en la cruz. Para llegar a unirse a la Divinidad es necesario tener la naturaleza de a Divinidad, y ésta solamente puede obtenerse si Jesucristo nos la da. Solamente Jesús, el Hijo de Dios, el único que vino de Dios, nos puede dar esa naturaleza."